EL EGO: TENUE MASCARADA SOCIAL.
El ego como estructura que integra nuestro ser, no solo nos constituye, sino que a su vez puede determinarnos. Así como la mente, es un principio emergente del cerebro que surge durante su acontecer evolutivo. El ego, tiende a ser la parte externa y social de lo que hemos dado en llamar y considerar como personalidad. La autoestima egoica, se asemeja a la cortina de la superioridad, que tiende a ser sostenida por sentimientos de inferioridad.
La inflación del ego, se encuentra entretejida por el hilo de la biología del amor, el cual sido cortado con las tijeras de la “proyección afectiva” de nuestros referentes emocionales adultos. Destacar que los humanos, adquirimos la naturaleza terrenal, en procesos y contextos relacionales, para los cuales resulta inevitable e imprescindible vivir y convivir en colectividad y en comunidad. El sujeto humano fuera de la tribu, no solo sería irreconocible, sino además imposible su existencia.
Para estar en la vida precisamos y necesitamos de “otros”. Sin otros, nos somos nada ni nadie. Sin madre, padre, origen, familia, sociedad, la existencialidad humana ni hubiera emergido ni surgido. La propia cultura a través de la cual emergemos como sujetos y como colectividades, es un legado de nuestros antepasados. Siendo sujetos socioculturales, alimentamos, nutrimos y sostenemos la cultura social que nos caracteriza y especifica como mortales.
La materialización de cada yoidad humana, transcurre en un acontecer psicohistórico impregnado por avatares emocionales y afectivos con otredades que nos resultan fundamentales, necesarias e imprescindibles para nuestro desarrollo y nuestra esencialidad. Cada proceso de subjetivización humana, se realiza bajo el prisma del contacto humano en su plena e integra profundidad. Produciéndose una conectividad emocional entre terrenales, que determina y caracteriza el mismo proceso de humanización, pues sin contacto y tacto entre personas la humanización no sería posible. Lo que nos hace ser lo que somos, son las emociones enraizadas en el amor. Sin amor, la humanidad perdería toda esperanza de vida digna. A pesar del atavismo y sombras que portamos, sin la calidez del amor y las esperanzas depositadas en él seríamos bestias.
La yoidad, sentida como una nervadura entre la corporalidad que tenemos y la intuitiva fuerza y poder ofrecidos por el corazón con sus latidos y frecuencias emocionales manifestadas a través de los sentimientos, acogidos por una racionalidad cognitiva receptiva con nuestro cuerpo, abre las puertas a las otredades con las que cada sujeto nos humanizamos, puesto que, en ese espacio-contexto de diversidad, todos podemos ser sin necesidad de renunciar al ser.
La materialización de la emocionabilidad humana, reside en la aceptación incondicional del “otro” tal cual es, lo cual conlleva verlo, tratarlo y acogerlo, según es, y no como lo veo yo (proyección). La incondicionabilidad humana consiste en tener una mirada hacia la interioridad excepcional y única del otro/os con los que interactuamos y nos relacionamos. Cada uno de nosotros somos diferentes, únicos e irrepetibles por lo que esa excepcionalidad ha de ser reconocida y aceptada tal cual es. Por lo tanto, nadie debe poner expectativas y esperanzas en que otros cumplan sus deseos, sueños y emociones inconscientes. Cada humano se desarrolla según su potencial y según su sentido de vida, pues hemos venido a esta vida a “ser” por medio de la manifestación de la esencialidad de cada uno; por lo que “proyectar”, “instrumentalizar”, y “manipular” a los demás, aunque suele ser una practica regular entres personas, no es precisamente lo que nos dignifica como tales.
Nacidos en culturas que sobredimensionan la banalidad y la trivialidad, juega un papel clave y fundamental “las apariencias”. La facha creada a través de la ficción de las apariencias establece una especie de realidad irreal en el plano emocional, que los humanos tendemos a tomar como verdadera y única opción posible y factible en el campo emocional. La paradoja egoica, nos lleva a tomar como verdadero en el ámbito afectivo, lo que solo es burda manipulación. Mis injerencias en la intimidad del ser del otro, las transformo en sentida preocupación por él/ella. Alejados de la ética del escuchar, solo fortalecemos el ego que nos incapacita, porque lo único que hacemos, es hablar de nosotros mismos. Hoy solo existe el tiempo del ego que nos hace ciego para el otro. Únicamente el tiempo del otro, puede establecer vínculos y comunidad.
Como esencialidades unitarias integradas por “cuerpo”, “emociones” y “mente” vivimos excesivamente fragmentados. Como si cuerpo y mente fuesen opuestas y antagónicas. Como pequeños “yoes”, dentro de la “Yoidad”, que establecen carreras y pugnas por ver quién llega primero. Como la cultura prima la razón y la racionalidad por encima de todo, quedan abiertas las puertas para silenciar al cuerpo y al corazón. De modo que la distorsión cognitiva suele ser la primera jugada de apertura con la que luego caminamos hacia las distorsiones afectivas. Convirtiéndonos en perfectos desconocidos de nuestros cuerpos y de nuestros corazones, intoxicamos nuestra mente con las adicciones que nos impiden ser y reconocernos.
Como el ego, tiende a crecer en contextos facilitadores del NO SER, debido a que emerge en situaciones afectivas-relacionales, fuertemente cargadas por la tristeza y el dolor de los referentes afectivos adultos. Los adultos proyectan sus deseos afectivos sobre el incipiente yo del niño/a, al cual solamente le queda las opciones de cumplir los deseos del adulto, o bien rebelarse contra ellos. Pero en dicho contexto psicoafectivo el niño/a queda a merced del adulto. Un objeto al que se transfiere todas las expectativas pasadas y del pasado. La infancia se erige en una segunda oportunidad reparadora para los adultos. El precio pagado, suele ser el de la instrumentalización de los niños.
La diferencia entre ser amado y ser querido, radica en que en el amar, se trasciende el ego para contemplar al niño/a, como sujeto único e irrepetible, que en su crecimiento y desarrollo va manifestando su esencialidad y naturaleza. Mientras que en el “querer” queda como un resto de “apego” por parte del adulto de lo que pudo ser y no fue. Como si el proceso emocional adulto encontrase en el niño/a, el chance y la suerte que no tuvo durante su infancia. El amor es una conducta humana basada y centrada en la reciprocidad, mientras que el querer puede pender del hilo del apego y de la instrumentalización a la que fuimos sometidos durante nuestra infancia.
Cristino José Gómez Naranjo.
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