POLARIDADES HUMANAS.
Si hay algo que nos caracteriza como humanos, suele ser el estado latente de nuestro inconsciente. Mantenemos en secreto y bajo ocultación aquellas partes o elementos propios, que no nos resultan agradables y en cierto modo rechazamos. De algún modo, somos como una especie de desconocidos para nosotros mismos. Forzados por una situación externa y social, la más de las veces nos vemos obligamos a hacer todo lo contrario de lo que queremos y deseamos. Tendemos a bloquear y por lo tanto a reprimir por medio de la censura nuestra más intima esencia.
Sociafectivizados, bajo una tracción puramente escénica, tendemos a considerar la parte más externa y banal de la pertenencia. Nos centramos en lo externo para encajar dentro de la norma social y no ser castigados o penalizados como excéntricos, atípicos y disfuncionales. Hacemos hasta lo imposible e impensable para entrar dentro de la normalidad. Procuramos asentarnos en la media y por ello recurrimos a la mediocridad para no destacar. Nos esforzamos por permanecer en la masa indiferenciada. La cultura, prima más la obediencia y sumisión, que el espiritu y el alma crítica y pensante. Quien piensa, estorba puesto que tal vez pueda poner en cuestión lo establecido. De ese modo se sostiene el mito de “ que amar es obedecer”. Todo aquello que conlleve inclinarse ante el modelo organizacional, establecido por la “casta” y la “élite”, implica premio, aunque dicha recompensa nos lleve a nuestro propio infierno, no importa pues nos libramos de la discriminación a la que seríamos sometidos en caso de ser críticos y reflexivos con el sistema. El precio de la libertad, suele ser el rechazo de los demás. Es algo que todos sabemos, y que tarde o temprano, la totalidad de los humanos, hemos de abordar, de una u otra forma.
Sociedades y culturas en las que la cohesión afectiva y emocional entre sujetos, se encuentra sometida al principio de simulación, caen en la angustia vital de la ambigüedad, bajo la cual todo tiene cabida. Inclusive la representación simbólica de la emocionalidad es falsa e insustancial. Se trata de una teatralidad y de una puesta en escena bajo la cual la disforia emocional colectiva, no solo resulta desagradable, sino que conduce a los sujetos al extremo de su desesperación existencial. La dejadez, la apatía y el abandono del alma, es fruto y resultado de esta desidia, bajo la cual delegamos nuestras responsabilidades en la “casta ó elite”. Toda una significación de la mentira, nos lleva a considerarla como la única opción y salida. Inconscientemente, optamos por enfermar, en vez de asumir y de responsabilizarnos de nuestros comportamientos. En la inmadurez de la permanente externalización en la que vivimos, culpamos a otros de lo que nos sucede.
Nacidos y habituados a una modalidad transaccional relacional, claramente marcada por la instrumentalización y la manipulación, nos convertimos en un reflejo y en una sombra de lo que verdaderamente somos. Cuidados y atendidos desde las necesidades y desde las proyecciones de nuestros referentes primarios, tendemos a moldearnos y a cumplir sus deseos y expectativas con la esperanza de que seremos amados, reconocidos y aceptados. Dicha esperanza y expectativa, no deja de ser lo que es: una quimera, una ilusión y una falsa esperanza. Enredados en una ilusión emocional, permanecemos en un estado de psicodependencia en relación a los otros. Vivimos desde y con las expectativas y desde el sentido de vida que los otros tienen y nos imponen. Vivimos en la más clara dependencias emocional, desconociendo y alejándonos de nuestras propias emociones.
En el vacío emocional, cubierto por la teatralidad social, nada es real ni sentido. Más bien todo lo contrario, vivimos en una plenitud de inautenticidad bajo la cual, lo falso se toma como verdadero. De ahí que tanto, nuestro inconsciente individual como el colectivo, se encuentren embargados en lo más tenebroso y lúgubre, sometidos a las más dura y estricta represión. Vivimos con una fachada en la que la mascara que nos ponemos, nos aleja de nuestros corazones, emociones y sentimientos.
Es por lo que en la parte más profunda de nuestros inconscientes, pugnamos y nos debatimos constante con la polaridad “muerte-soledad”. Sin saberlo, e inconscientemente, vivimos en una angustia vital y crónica de la que nos resulta difícil poder salir. Tememos a la muerte, y la tememos porque realmente no hemos vivido ni sentido desde nuestra centralidad. Vivimos desde la impostura social de un rol, útil como mascarada pero inútil y sin sentido desde las la visceralidad afectiva y emocional. Somos lo que se espera de nosotros, pero sin ser nosotros. El ritmo de la productividad, rechaza y niega el ritmo de la afectividad. Vivimos encapsulados en espacios inertes, desérticos y mortales en los que la corporalidad afectiva se encuentra desplazada y por lo tanto condenada. La muerte reside y consiste en la prostitución del afecto, el cual se compra e instrumentaliza como un medio de poder y dominio. Morimos en vida, porque no vivimos desde y con el corazón, sino desde el ego, atormentado e instrumentalizado.
Siendo consustancial a la vida la muerte, ésta la rechazamos, negamos y no admitimos. Imbuidos de un ego temeroso, nos alimentamos de inseguridades y falsas esperanzas, que nos alejan de nuestro corazón. Con el mito del romanticismo, nos entregamos a la ordalía del querer. Un querer, irreflexivo y proyectivo, bajo el cual imponemos a otros nuestros propios miedos. Nuestro ergo, teme a la muerte porque sabe que no ha vivido la vida desde la centralidad afectiva. Morimos representando, y no sintiendo y amando. La vida es efímera, pero nuestra actitud y comportamiento en ellas no. Lo que hagamos y cómo lo hagamos, cuenta con la eternidad del corazón, y ello a pesar de que nuestro cuerpo mortal desaparezca. Es mi corrosiva mente la que teme a la muerte, pero mi corazón desde el inicio sabe que vida y muerte son el corolario de una realidad cuya impronta debería ser connotada por el corazón. Pero más que a la muerte, tememos a la soledad y al vacío existencial en el que nos hayamos. Nos da pánico y terror la soledad, y por ello tendemos a cubrirla y enmascararla con las adicciones y compulsiones que tenemos. Vivimos y consumimos banalidad y superficialidad. Apenas, si estamos y permanecemos con nosotros. El latido y el palpitar afectivo, apenas si lo sentimos y lo reconocemos, pero no por ello abandonamos y dejamos toda la parafernalia que consumimos y que al mismo tiempo nos insatisface. Con plenitud de cosas, estamos solos y vacíos. Hemos entrado en el artazgo de lo innecesario y de lo superfluo, que ni cubre ni sustituye la soledad en la que nos encontramos. Tanto nuestra existencia, como nuestra muerte, adquieren autentico y verdadero sentido en la cercanía afectiva del “otro”. En el acompasado sentir del otro que camina a nuestro lado. Muerte y soledad, podrían tener otro sentido y significado en la polaridad humana, siempre que nos alejemos y abandonemos el sentido instrumentalista, que tanto nos caracteriza y pongamos el alma y el corazón en nuestra yoidad y en los demás. Pues solo un mundo de iguales, sin castas, puede dignificar el sentido humano, transformando, la muerte y la soledad en un guion de vida que nos solidariza.
Cristino José Gómez Naranjo.
Comentarios
Publicar un comentario