EL PROCESO DE HUMANIZACIÓN Y SU ROSTRO: LAS EMOCIONES, SENTIMIENTOS Y AFECTOS.



Aquello que nos caracteriza y diferencia del resto de organismos y especies, es básica y esencialmente las emociones y los sentimientos que se activan en cada uno de nosotros. Sin negar la capacidad afectiva y emocional en otras especies, los humanos somos los únicos seres inteligentes con cierta capacidad consciente sobre nuestras propias emociones y de las del resto de humanos que nos rodean. De hecho, la empatía, no es más que el reflejo palpable de esa capacidad emocional y afectiva por ver y considerar la pasión de otros. La metacognición, nos facilita a la vez que nos posibilita, no solo ver, sino además poder anticiparnos a los sentimientos de los otros. Podríamos decir que la “compasión”, es la capacidad de sentir, contemplar y por lo tanto de considerar el sufrimiento de los otros, y ponernos a su lado, para simplemente acoger y asentir a su dolor. Es lo que conocemos como proceso de “acompañamiento”. Simplemente se está en una actitud acrítica y acogedora hacia el otro. Es decir, con total y plena disponibilidad.

Los humanos somos, civilizaciones que a través de la historia hemos creado un legado, denominado cultura por medio de la cual transferimos todo nuestro saber a las generaciones futuras. Y a pesar de ser la única especie ilustrada y culta. Aquello que nos humaniza, aún más que la ilustración, es nuestra capacidad para amar. Si estamos con los otros, es por que los amamos. Y si somos únicos, es porque otros, nos reconocen y aceptan tal cual somos. El placer de sentirnos al lado de otros humanos, es lo que denominamos y entendemos como “química del amor”. El altruismo al que nos lleva la ternura sentida hacia los demás, es lo que engrandece a las personas, puesto que dicho sentimiento es el que nos conduce al desprendimiento de nosotros mismos en aras de atender, considerar, aceptar y contemplar a los otros tal cual son. Sin mecanismos, ni deseos proyectivos hacia ellos. Sentirlos tal y como son, es decir considerarlos en su mismidad, establece un sentido comunitario de bienestar arraigado en la corporeidad del sentir (amor), que nada tiene que ver con la racionalización y explicación del propio afecto. Por ello, amar es poner en practica y por lo tanto desarrollar la capacidad responsable y libre de estar junto a otros, porque nos hace sentirnos bien, y porque en ese permanecer vinculados, todos crecemos hacia nuestra mismidad, dentro de la comunidad. Por lo tanto, una cosa es hablar y expresar nuestros sentimientos, y otra bien distinta es ponerlos en practica, pues entre el mapa y el territorio, suele haber una gran distancia, que únicamente se reduce con una practica altruista (coherencia). Siempre podemos elegir, entre lo que nos gusta, y aquello que debemos hacer. Lo segundo requiere un compromiso, con nuestras propias contradicciones, para estar y mantener un compromiso hacia los demás.

Todo compromiso humano, debería emerger desde la consciencia responsable de cada persona, pues de lo contrario, nos encontraríamos atrapados en un enredo difícil de poder explicar, y aún más complicado de poder comprender. Acostumbrados, a un estilo de vida acelerado e irreflexivo, centrado en la productividad y en la acumulación, damos por sentado muchas cosas, que tal vez no se encuentran tan asentadas entre nosotros. Por ejemplo, tendemos a creer que la familia nos ama, o bien que los amigos son incondicionales, o que en el trabajo se nos respeta. Posteriormente, nos caemos de la nube del no saber, y captamos que todo aquello que dábamos por hecho, no está tan hecho. O bien la familia nos exige y requiere que respondamos a las demandas y expectativas familiares, o bien en el trabajo se nos exige más productividad y rendimiento y menos humanidad. Todo ello se debe a que desde el formalismo imperante, nos distanciamos y por lo tanto, nos alejamos de nuestra agudeza corpórea, tan necesaria y precisa a la hora de permanecer conectados y por lo tanto consciente de nuestras propias emociones. El estrés social al que nos vemos sometidos, tiende a alejarnos y por lo tanto a separarnos de las señales emitidas por nuestros cuerpos, por lo que todo mensaje remitido por nuestra complexión, tiende a ser o bien ignorado o bien distorsionado.

La cultura que somete los valores, creencias y normas a una hiper-racionalización esencialmente mental, tiende a rechazar y negar todo aquello que proceda del cuerpo. Éste, debido a la influencia socio-religiosa, se vive como la fuente de todos nuestros males (pecado). Buscando como mejor salida a dicha cuestión una actitud paradójica, con la cual separamos aquello que sentimos (el cuerpo), de aquello que pensamos (mente). Estableciéndose de ese modo en nosotros un matiz entre, querer y amar. Peculiaridad que no resulta tan baladí. Dado que emergemos en contextos socioculturales, en los que la mente es priorizada sobre cualquier otra cuestión. Hemos de indicar y resaltar que dicha mente, o mejor dicho proceso mental, ni es inocuo y mucho menos neutral, sino más bien, que se encuentra fuertemente saturado y marcado por la ideología imperante en ese momento. Y la ideología, sea la que sea, siempre oculta intereses particulares y personales.

Nacidos y construidos como humanos, en contextos y procesos relacionales en los que interactuamos los unos con los otros. Hemos de decir que nuestras organizaciones humanas, se han orientado y por lo tanto se han atascado, en un modelo organizacional caracterizado por la jerarquización. Por lo tanto, vivimos en sistemas organizados bajo la subordinación, debido a ese error de confundir y homologar, autoridad con jerarquía. La familia como sistema primario, en el cual nos socioafectivizamos a su vez se encuentra impregnada del espirítu social que la circunda, y por lo tanto coparticipa de la idea de que “autoridad” es equivalente a “propiedad”, y por lo tanto los hijos/as, son y pertenecen a los padres. Y ante la figura de autoridad, nada ni nadie puede cuestionar tal poder. Por lo que sin dejar de ser un sistema primario, la familia, tiende a perderse y sobre todo a enmarañarse con las prescripciones que le demanda y requiere el sistema social más amplio. Centrándose y potenciando unos aspectos sobre otros. De modo que por momentos, en la familia se valora más lo que se obtiene, y por lo tanto considera al sujeto y lo valora por aquello que logra, más que por lo que es la persona en sí misma.

Tal vez esa exaltación y excesíva preocupación en el tener y en el acumular, nos conduce a adaptarnos a las necesidades demandadas por el sistema familiar. Por lo que por momentos e instantes dejamos de ser nosotros mismos, con tal de poder satisfacer lo solicitado por las autoridades familiares. Siendo la familia el sistema primario en el que emergen y se cubren las primeras necesidades afectivas y emocionales de las personas. A veces, las familias no atienden ni consideran las emociones de las personas que las integran, y se centran más en asuntos patrimoniales, tales como adquirir un mejor nivel de vida, acumular más capital y poder, o que sus miembros alcancen niveles de estudios y de formación que los mantengan en esos contextos de control, poder, influencia y dominio. Importando más el nombre y objetivos familiares, que los mismos sujetos que integran y componen dicha familia.

Por ello, resulta importante y significativo decir que no es lo mismo “amar” que “querer”. Lo segundo, se entiende y concibe, como posesión y dominio, que va en aras del logro de los objetivos y del bienestar familiar, en detrimento de lo que la persona realmente desea y siente. Ahí el espacio personal queda absorbido y por lo tanto anulado por la colectividad familiar. Mientras que amar, es la aceptación y posibilidad de crear y establecer otredades desde la aceptación de las diferencias. En definitiva, amar para gestar un “nosotros”, en el que tengan cabida y espacio, los yoes de cada persona.

Amar, no es instrumentalizar, puesto que el amor facilita un ser que emerge de la otredad. Es un proceso constante y diario que la vida nos depara a cada uno, para alcanzar y desarrollar, nuestra propia humanidad. Por ello amar, ni implica, ni conlleva poder y sumisión. Nadie es dueño de nadie, pues todos permanecen vinculados y unidos desde, la consciente responsabilidad de decidir por nosotros mismos. Es decir libres, para asumir el compromiso del amor.

Cristino José Gómez Naranjo.



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