SENTIDO Y SIGNIFICADO DE LA MUERTE PARA LOS HUMANOS.
Ni nada es eterno, y ni nada dura para siempre. Cuestión, que aunque resulta más que evidente, al menos en nuestro mundo occidental suele cuestionarse y por lo tanto desafiarse. No cabe duda de que como mínimo, al menos para las culturas y las sociedades europeas y sus áreas de influencia, las civilizaciones surgidas, lo han hecho desde un pensamiento e idea fundamentalmente “dualista”, en la que mente y cuerpo han sido separados y fragmentados por medio de la racionalidad. Una evidencia en la que la unidad del ser y por lo tanto de la persona ha sido escindida en aras de un imperio del intelecto y de la racionalización. Simplificación en la que la élite ha dominado y subyugado al resto de la humanidad.
El dualismo en una cultura claramente marcada por el patriarcalismo y el etnocentrismo, ha roto los nexos históricos de la unidad y sentir, para construir y fabricar un relato humano fragmentando y sectario, tras el cual se oculta las sutilezas del poder establecido. Autoridad que ha sido ejercida por la élite en aras de conservar y mantener los privilegios que ella misma se ha otorgado. Para ello tanto la historia como la cultura tienen y deben ser alteradas, instrumentalizadas y manipuladas. Nada como inocular en las masas el miedo para de ese modo tenerlas y mantenerlas bajo control.
Ante el prisma cultural de la adulteración, en los humanos ha quedado fuertemente arraigado el miedo a la muerte. Una cultura que ha predicado la resurrección de la carne tras la muerte en un reino evanescente ha ejercido una presión coactiva sobre los sujetos. De modo que hemos interiorizado un sentido y significado sobre la muerte penoso y terrorífico. La defunción es vivida y descrita como un castigo, cuando en realidad es el final del tramo de la vida.
La angustia vital de muerte no solo surge en el individuo, sino que a su vez la misma cultura la promueve y estimula. Culturas y sociedades arraigadas en la productividad y en el rendimiento, tienen que confeccionar un sentido inmortal de la vida para así poder lograr sus objetivos de producción. Sociedades acumulativas, generan un estrés social porque nos alejan de la esencialidad humana en aras de unos objetivos e ideales que no consideran al humano pues se basan exclusivamente en la acumulación y por lo tanto en el egoísmo.
Aunque nuestra cognición tenga acceso al sentido y significado del termino muerte, obramos y actuamos como si la muerte no fuera con nosotros. Nacidos en sociedades que evitan la verdad y por lo tanto la lectura profunda de la vida, tendemos a vivir en realidades humanas caracterizadas por la vulgaridad y la nimiedad. Nos apuramos por acumular y en ese acumular nos angustiamos pero no vivimos. Pertrechados en una moralidad que nada tiene que ver con la ética, elaboramos una serie de conjuros con los cuales pretendemos ahuyentar la esencialidad de la existencia humana.
Si bien es cierto que tememos a la muerte, no es menos cierto que elaboramos toda una serie de tramas para evitarla o al menos para pensar en ella lo menos posible. Sabiendo que la muerte es una experiencia inevitable, procuramos escapar de ella a través del pensamiento mágico de la inmortalidad.
Vivimos en un cisma en el cual todo aquello que nos resulta intimo y personal lo reprimimos y lo remitimos a la trastienda del inconsciente. Por motivos sociales y emocionales, nos obviamos a nosotros mismos para de ese modo poder permanecer y mantenernos en la pertenencia tanto del grupo social como en el familiar. En cierta medida dejamos de ser para que no nos rechacen. De modo que a nivel emocional morimos pues renunciamos o dejamos de lado nuestros sentimientos. Toda nuestra base emocional suele ser desterrada a la trastienda, lugar en el cual ni es accesible ni visible para nadie. Enterramos nuestra afectividad y morimos a nuestras emociones y sentimientos a través de una exposición al estrés social bajo el cual se establecen vacíos existenciales por medio de los cuales desconectamos de nuestro auténtica existencia. Matamos el “ser” a través de las adicciones con las que sustentamos nuestro cuerpo. La muerte emocional nos conduce a una encrucijada patológica en la que la inconsciencia nos ubica en una crónica angustia de deceso. Invadidos por la moral social, vaciamos nuestra mismidad para llenarnos con la bisutería de la trivialidad la cual nos mantiene en un estado mortecino. Como muertos vivientes, anulamos toda nuestra energía vital para alimentarnos en el pesebre de la frustración. El totalitarismo ejercido por el ego destruye y destierra la esencialidad vital con la que contamos.
Culturas muertas y dinamizadas por el pesebrismo, aniquilan nuestro espirítu para vivir una vida subyugada por la mansedumbre del alma. Alma que en la existencia humana lleva un deambular errante puesto que al obsesionarnos con el consumo y las apariencias, perdemos el sentido a la vez que el significado de la verdad humana. Verdad humana que reside en la profunda conciencia del ser, a una entrega vital cuyo final conlleva la muerte. Fin, que tiene sentido tras una vida de plenitud consciente ya que desde la integridad vital, una vida sentida y vivida con plena conciencia adquiere su sentido con la llegada de la muerte. La muerte no es deseada ni buscada, pero cuando se vive con totalidad e intensidad la vida a la muerte le damos o encontramos su sentido.
Óbito que tiende a ser negado y rechazado por nuestro ego. El ego, como elemento del Yo, que a su vez forma parte de la unidad biopsicosocial, tiende a imponer su criterio a dicha unidad del ser. El ego curtido en la experiencias sociales y familiares, se ha convertido en un hábil estratega de la manipulación. Sus propias experiencias sociofamiliares, le han conducido a la renuncia de sí mismo. El ego durante su desarrollo fue expuesto al estrés social de manifestarse y expresarse o bien de negarse y disfrazarse. Siempre fue consciente de que si expresaba sus deseos y afectos podía ser rechazado y marginado por la sociedad y por la familia. Por lo que optó por separarse de dicha esencialidad personal y humana para de ese modo poder sobrevivir (escisión, disociación, enfermedad mental, etc), y así desde el miedo y con miedo a ser excluido, tomó el mando en cada uno de nosotros. Un ejercicio de la autoridad egoica desde el miedo, solo puede llevar a la muerte psíquica y emocional, pues una existencia sostenida en la apariencia de pertenecer, únicamente pretende y desea no ser rechazado y por lo tanto su vitalidad resulta insustancial puesto que depende a la vez que se sostiene en la deseabilidad social. Mas que centrados, estamos descentrados, más que activos, somos reactivos debido a que actuamos motivados por criterios sociales externos que afectan e inciden en el deseo de “pertenecer”. No obstante resulta ser un pertenecer, que es un no pertenecer ya que implícitamente implica negarse a sí mismo y no atender ni escuchar el impulso vital que llevamos dentro. Silenciamos y acallamos nuestra propia voz.
La endeblez de nuestro ego, traumatizado social y familiarmente, conduce a nuestras almas a una compulsividad en la que confundimos y por lo tanto trastocamos la existencia y la vida por una obsesión desesperante y acumulativa de cosas innecesarias- Como si el retener y aglomerar pudiese disipar dicho vacío y por lo tanto la muerte. En la fantasía acumulativa, nos olvidamos de nuestra alma.
Es a través del lenguaje como en la culturas establecemos una narrativa histórica entretejida con lo que hemos dado en denominar “la conciencia de la conciencia”, es decir la metacognición que nos lleva al sentido y al deseo de la búsqueda de la inmortalidad, atravesado por las vicisitudes y contradicciones humanas con ese miedo a morir. Porque el miedo a la muerte se disocia de la vida debido al dualismo racional que niega y no acepta el principio y el fin de cualquier vida humana. Y lo negamos, debido a que dicho dualismo deja de lado nuestra esencialidad para vivir una vida llena de contenidos paradójicos en los que la vulnerabilidad emocional de sentir y convivir permanecen fuera de la ecuación vital. Saturados de materialidad, añoramos y anhelamos la sutil textura de la espiritualidad. Dicho temor a la muerte es análogo al miedo que tenemos y sentimos hacia nuestras propias emociones.
Siendo “Uno” dentro de la totalidad que integra el cosmos, nuestra muerte no implica la desaparición de la totalidad, sino más bien un intercambio y un proceso transformativo de dicho cosmos. Desde esta óptica, la muerte no es un castigo, sino más bien una parte o elemento de dicho proceso. Con esta mirada, nuestra vida trasciende el sentido minimalista que tenemos de la muerte pues formamos parte de millones de eones evolutivos en los que la emergencia de los humanos y sus vidas adquieren un sentido y una dimensión basada en la complejidad. Sofisticación que por el momento nuestra mente no alcanza a ver.
Suele ser la armadura del ego, individual y colectivo la que nos hace perder el norte de nuestra esencia humana. Nacidos bajo los presagios del poder, asumimos caminos y experiencias desacertadas que nos lleva a un vivir traumático en el que el ego recubierto con la armadura del miedo colapsa. El bloqueo del ego, nos lleva a una angustia de muerte de la cual nos resulta difícil poder salir. Angustia en la cual somos incapaces de darle un valor y un significado a la muerte. Muerte que erigimos en nuestro principal enemigo. Como enemigo se la teme y se la rehuye. En nuestra vida fragmentada la experiencia de la muerte se suele borrar, pero no por ello dejará de suceder. La vida y la muerte forman parte de la existencia humana y la una sin la otra carecen de sentido. Tal vez la angustia puede que tenga su origen en la estafa y en el engaño al que hemos sido sometidos, tanto desde la sociedad como desde la familia. Mentira que nos llevo a creernos y a considerarnos como importantes y fundamentales, para la sociedad y para la familia. La falsificación es tal que somos incapaces de poder dirimir lo esencial y fundamental de lo accesorio y por lo tanto secundario.
Nos aferramos al pensamiento cuasi-mágico de que la muerte no existe y en caso de lo contrario que a nuestra puerta no tocará. No elaboramos, ni asimilamos la verdad, todo lo contrario nos acogemos a un engaño, la inmortalidad, como modo de vida. La muerte es inevitable, y tal vez nos asuste, pero su negación nos asustará aún mucho más. Al vivir en una mentira y en una negación, nos defraudaremos a nosotros mismos, nos alejaremos de la realidad vital.
Dentro de lo humano tiene cabida el miedo pues es algo natural que nos ayuda a sobrevivir y evitar situaciones de peligro real, Pero temer a lo inevitable nos lleva a considerar el deseo y la fantasía como una realidad alcanzable, cuando no es más que pura ilusión y sueño. La humanidad se mantiene a través del deseo de autoperpetuación y de autoconservación, a pesar de que sabemos que vamos a morir. Los hijos de los hijos de nuestros hijos…., así es como la humanidad puede satisfacer sus deseos de permanencia e inmortalidad. Morimos, pero consideramos que podemos continuar a través de los hijos y su descendencia. Nuestra corta vida tiene sentido dentro de la trama humana pues somos seres interrelacionales que buscamos en la colectividad la realización de la esencialidad. Si bien nuestro cuerpo perece y el impulso vital se desprende de él, nuestros actos y obras pueden permanecer en la memoria colectiva de la humanidad.
La mente, emergida en un contexto social, tiende a dirimir lo que es la muerte según sus propias experiencias. Experiencias que bien nos pueden atar o bien nos pueden liberar, según seamos capaces de asumir nuestra responsabilidad personal Poco importa lo que nos sucedió en el pasado dado que ello ya no se puede cambiar. Lo único posible es transformar el sentimiento y la mirada hacia ese pasado. La adultez, conlleva responsabilizarse por lo que sentimos pues el pasado no se puede cambiar pero sí lo que se siente sobre él. El compromiso nos lleva a asumir la vida tal cual es. Desde la prudencia aceptamos e integramos nuestras contradicciones porque facilitamos al ego el espacio que le corresponde.
El ser puede convivir con las contradicciones debido a que gestiona la muerte y convive con ella, sin juicios de valor sobre la misma. Mientras tanto, la inmortalidad es el deseo del ego frustrado que no acepta la unidad integral y única de una complejidad en la que lo humano se incorpora, formando parte de una totalidad pero sin ser la totalidad completa. Simplemente somos humanos. Considerarnos y creernos divinos, es una osadía y una irreverencia. Somos mortales con pretensiones divinas que hacemos lo que podemos. Y quizás nuestro poder resida en humanizar la muerte a través de su aceptación, desarrollando una vida en plenitud y en profundidad con lo eticamente humano. Nuestra efímera vida, puede eternizarse a través de nuestra conducta. Quizás importa más lo que hacemos y sobre todo cómo lo hacemos (honestidad). En la diversidad de la existencia que se manifiesta por medio del ser, la opción de saberse y reconocerse como limitado y por lo tanto como mortal nos encamina hacia la inmortalidad marcada y señalada por nuestros actos. Muertos, podemos permanecer en el corazón y en los recuerdos del resto de mortales por la huella indeleble de la coherencia ética y espiritual establecida y mantenida durante nuestra mortal existencia. Por instantes, somos los que otros sienten y piensan sobre nosotros. No somos islas, todo lo contrario, vidas que fluyen en la corriente de la vida. Al final, lo que permanece es el impacto relacional de las emociones compartidas humanamente.
Cristino José Gómez Naranjo.
Buena reflexión y muy interesante la manera de explicar en que se basa la sociedad de hoy en día. Es una pena que en la evolución del ser humano (en muchos aspectos positiva) exista esta involución intelectual de la que la mayoría no sabe ( o no quiere) salir.
ResponderEliminarLo preocupante es justamente esto, el anteponer lo que la sociedad (o quien sea) nos marca como patrón a seguir y no ser capaces de ver más allá y disfrutar de lo que realmente nos gusta o nos hace felices.
Y lo peor de todo es que no tiene pinta de que esto vaya a cambiar, por lo menos a corto plazo. Cada vez se nos imponen más responsabilidades, más estrés o "mas necesidades" que si la mayoría de nosotros nos parasemos a pensar, seguramente desecharíamos sin importar lo que digan de nosotros. No sé si es por que nos educan así o porque tengamos marcados los caminos para ser como somos en la actualidad ,pero lo que sí que creo es que vamos dejar menos "impacto emocional" en los demás si seguimos así.
Un abrazo Cristino.
Buena y profunda reflexión que que me lleva a considerar la complejidad social en la que vivimos en la que la influencia de estilo de vida nos mantiene en estrés social que nos conduce a no vivir.
ResponderEliminarAgradezco tus ideas y aportación