“SER”.



Tanto las culturas, así como las sociedades emergidas de esas civilizaciones tienden a estimular y por lo tanto a favorecer una tipología de personas, cuyo vivir se centra a la vez que se dinamiza sobre la competitividad y la productividad. Todo aquel que reflexione o bien cuestione lo establecido, se convierte en un elemento extraño y por lo tanto sospechoso para la comunidad. Las civilizaciones, principalmente entiende la ejecución y la producción como formas de desarrollo humano. Lo humano que procura e intenta trascender e ir más allá de los medios de producción, el hombre o bien no lo entiende, o bien no lo percibe. Se concibe como humano la posibilidad de obrar, producir y acumular, después de dicha productividad, la vida apenas si es contemplada.

El ser percibido como una conectividad interna en la que la persona es autoconsciente y por lo tanto se percibe como única e irrepetible, no es admitido ni aceptado por la cultura dominante. La reafirmación del sí mismo, es tajantemente censurada por el imperativo cultural. La sociedad, exclusivamente seduce y recalca sobre el ser, por medio del hipnotismo de las posesiones. Si tienes vale y si no eres un insensato. Aquello de “tanto tienes, tanto vales”, y consecuentemente eres.

Actualmente abrir la puerta a la posibilidad de sujetos pensantes, reflexivos y críticos dentro de esta cultura, resulta casi imposible. No porque este tipo de sujetos no puedan surgir, sino más bien porque la sociedad se encarga de que dicho tipo de personas no lleguen a brotar en el espacio de la comunidad. Definitivamente, la comunidad rechaza ese tipo de seres humanos.

La sociedad solo estimula los valores de la “masa”, caracterizada por una ausencia de criterios y de

principios reflexivos. La masa carece de pensamiento e identidad. Lugar propicio para ejercer todo tipo de desmanes. En la cultura de masas, impera el anonimato en el que cualquier cosa es posible, salvo el propio proceso de humanización. Incluso el anonimato e invisibilización de la persona es posible, es decir el no ser, el no existir.

Es la cultura de masas la que facilita el proceso de insensibilización. Tanto el franquismo, como el nazismo o el fascismo, son extraordinarios ejemplos de la historia de Europa. La misma “Globalización” es otro ejemplo de la cultura de masas. En ella, el dinero y el poder se privatizan, mientras que la pobreza y la miseria se socializan y se globalizan. Nada como una masa arengada e iracunda que permanece y se establece en la inexistencia de un gregarismo que ahoga, expulsa y se opone a toda esencialidad del ser.

La perturbación y alteración de valores en las sociedades que se realizan por medio de la mitología y el proceso de mitologización, mantienen una modalidad de pensamiento distorsionada, dificultando y obstaculizando el verdadero y autentico desarrollo del ser, pues la cultura de masas se ha especializado en desarrollar una modalidad de pensamiento acritico en el que todo se limita a la mera expresión del “me gusta”. En la posmodernidad, el compromiso social resulta ser nulo. Todo nexo y todo vinculo raya en el individualismo, así como en la elaboración de una cultura conformista, muy marcada y caracterizada por un sentimiento de manada, bajo el cual cada individuo se ve y se encuentra obligado a realizar todo lo que el resto de miembros realiza y ejecuta. El interés por la masa informe resulta ser bastante sospechoso, alcanzando niveles en los que tanto el grado de consciencia individual como colectivo brillan por su ausencia. Ahogado el pensamiento reflexivo, los humanos sufrimos una anoxia mental grave, de la cual casi resulta imposible poder salir y sobre todo ser consciente de ella.

Nuestras culturas, así como nuestros hábitos y patrones exigen un cambio drástico, pues de lo contrario, el proceso de inanición humana no solamente nos conducirá a la desnaturalización, sino también a nuestra propia muerte. Culturas centradas en la insolidaridad y en el etnocentrismo, conservan una arrogancia, una petulancia y una superioridad que a lo único que conducen es a la muerte de la diversidad en pos de un pensamiento único, prescrito en la uniformidad social vigente.

El “ser” humano como posibilidad de identidad, emerge en un contexto y por lo tanto en un proceso de contacto y de relación con otros. Nuestra singularidad biopsicosocial únicamente puede evolucionar y por lo tanto manifestarse y expresarse en espacios sociales con otros humanos. Más allá de nuestras evidentes dependencias, al menos durante los primeros septenios de nuestras vidas (infancia), la expresión de lo humano se vehiculizará a través de nuestra corporalidad. Solo el cuerpo materializa y manifiesta nuestros estados internos, psíquicos y afectivos. La palabra procede del logos y puede distorsionar nuestro sentir a través de la mente.

Por medio del cuerpo es como nuestras emociones y sentimientos se muestran a los demás. El corazón y por lo tanto las emociones no se encuentran separadas del cuerpo. Por mucho que la cultura impone el cinismo dualista de escindir cuerpo y emociones, ello resulta ser una falacia que nos lleva al callejón sin salida de la enfermedad corporal (cáncer, infartos, etc) y emotiva psíquica (depresión, psicosis, etc). La enfermedad es un proceso, y no una identidad separada de nosotros que viene y nos invade. Un mecanismo que emerge, cuando el “ser” es obstaculizado y bloqueado en su proceso evolutivo y natural (trauma). Cosificar la enfermedad, suele ser una trampa de la que casi nunca se puede salir. La enfermedad somos nosotros y nuestros procesos. Enfermamos porque no escuchamos y no estamos atentos ni al cuerpo ni al corazón. Obviamos los mensajes del organismo y de nuestras entrañas. El drama cultural, se limita a olvidar la biopsicosociabilidad de la persona. Creamos un sujeto llamado enfermedad y con ella penalizamos a nuestros cuerpos, culpándolos de las dolencias sufridas.

Somos una unidad armónica, constituida por cuerpo, corazón y mente. No puede ser de otro modo. Por muchas componendas que efectuemos, poseemos un cuerpo por medio del cual las emociones y los sentimientos son expresados. Cuerpo en el que el cerebro es el órgano central y fundamental que coordina y dirige dicha entidad. Cerebro, que a su vez se caracteriza por la propiedad emergente de la “mente”. Intelecto, que a su vez resulta ser válido y útil para encontrar y dar tanto un sentido como un significado a nuestra existencia. Los humanos por medio de la “narrativa”, explicamos y estructuramos nuestras vidas. Los relatos suelen validar y por lo tanto dar sentido a nuestras existencias.

Tal y como decía Viktor Frankl “En busca del sentido de la vida”, que a pesar de las circunstancias que nos rodea durante nuestro crecimiento y evolución, decididamente es posible darle un significado profundo, honesto y coherente a nuestras vidas. Siempre que podamos transcender el chivo emisario de la culpabilidad, podremos sostenernos y apoyarnos en nuestra mismidad. Mismidad que emerge en un proceso reflexivo en el que uno se interioriza, sosteniéndose y asumiendo la responsabilidad por y de sí mismo. No buscamos el alivio en la exoneración experiencial externa. En aquello vivido con los padres y los referentes primarios. Empezamos a intuir que en esa mirada interna hacia nuestra mismidad, nos liberamos de las experiencias externas que nos atrapaban, para de ese modo poder emprender un camino iniciático en el que comenzamos a considerar nuestra mismidad, y por lo tanto a amarnos y respetarnos. Nos alejamos de la vacuidad de la experiencia traumática para llenar dicho vacío con nuestra esencialidad. No somos culpables por no haber sido amados por nuestros padres, pero si que somos responsables de encontrar y dar un sentido a nuestras existencias. Sentido, que requiere de cada uno de nosotros el máximo esfuerzo y grado de responsabilidad hacia una madurez, bajo la cual escuchamos y atendemos a nuestro corazón. Libres y por lo tanto conscientes de la culpa social, la dejamos a un lado para asumir nuestros destinos humanos de realización personal y colectiva.

Destinos humanos, que se hacen en el día a día en un consciente proceso en el que las luces y las sombras se entremezclan. Nacidos en sociedades y grupos primarios en los que la esencialidad del ser suele ser rechazada a la vez que negada, tienden a ser el caldo de cultivo en el que tanto las almas como los espiritus entran en una anomia kármica en la que los humanos nos adentramos para llevar estilos y modalidades existenciales triviales y superficiales.

Contenidos y reprimidos en lo emocional y afectivo, separamos la mente del cuerpo para adaptarnos y poder sobrevivir en la distocia social establecida. Nuestro propio sistema primario espera de nosotros todo aquello que ellos mismos ni dan ni ofrecen. Una afectividad humana negada, acabará apareciendo de forma proyectiva en múltiples formas; las más características suelen ser la instrumentalización y la manipulación. Estrategias con las cuales invadimos la interioridad psíquica y afectiva del otro. Tendemos a despersonalizar a los que nos rodean para que se pongan al servicio de nuestras propias necesidades emocionales. Se establece como un espacio que se encuentra colmado y repleto de carencias afectivas que procura y trata de compensar las ausencias emocionales originarias. El impulso proyectivo, tiende a calmar y justificar, tanto la ausencia como el rechazo a nuestro ser y a nuestra esencialidad. Por ello negamos y por ello justificamos la instrumentalización afectiva que ejercemos sobre los otros y la que han practicado otros sobre nosotros. Dicha utilización y explotación tiene un nombre “Soledad”, y en nombre de ella e inconscientemente justificamos el expolio emocional que efectuamos.

Resulta duro y desalentador tomar conciencia de nuestra soledad. Nos resulta inconcebible y por lo tanto inaceptable, sentir que somos el proyecto irrealizable de nuestros padres. Todo aquello que ellos no lograron, ni alcanzaron, es decir sus expectativas las colocan en nuestras alforjas evolutivas. Estableciéndose un espacio emocional idealizado y por lo tanto irreal en el que las posibilidades de aceptación y reconocimiento propio, son sustituidas por la necesidades y proyecciones parentales, quedamos a merced del trauma afectivo del sistema primario en el que nacemos.

Adaptados a un querer condicionado y supeditado a las necesidades de nuestros padres, el espacio para la vulnerabilidad y asentamiento del ser se diluye y se confunde con un deseo de conformar y hacer la voluntad de nuestros padres. Toda opción de autoafianzamiento afectivo y de reconocimiento del sí mismo quedará sustituida por el deseo, la voluntad y las aspiraciones de satisfacer a los padres. Somos en función de…, nuestro ser queda fuera oculto en el inconsciente.

El querer condicionado, niega toda posibilidad de amor ya que para ser aceptado e incluido se debe aceptar las reglas establecidas. Reglas en las que el proceso de individuación no se admite porque ello supondría y conllevaría un cambio consustancial y radical del sistema familiar. Amar desde la diferencia conlleva la aceptación de la diversidad y por lo tanto el principio de la reciprocidad. Mientras que querer, es condicionar al otro a través de mis deseos inconscientes y proyectivos. Desde el amor nos unimos porque nos sentimos libres y responsables, mientras que desde el deseo permanecemos atrapados en una red intangible de lealtades en las que nuestra esencialidad va muriendo lenta y gradualmente. En el deseo, solo hay culpa pues bien el otro o yo tenemos miedo al cambio por eso permanecemos en la proyección. Permanecemos en la idealizada virtualidad y en el engaño, antes que cambiar. El cambio implica, abordar y afrontar la soledad en la que nos hayamos. El transito por la soledad como proceso transformativo personal resulta duro.

Nuestro “Ser” humano, nos demanda un proceso transformativo a través del cual podamos subsanar el dualismo y la escisión que hemos realizado entre nuestra mente y nuestro cuerpo. El neuroticismo al cual nos hemos adaptado como forma de sobrevivir con el tiempo nos resultará disfuncional, ya que serán nuestras emociones y sentimientos los que se verán seriamente dañados. Una dimensión humana que condiciona las emociones y los sentimientos a un proceso relacional en el que nos centramos en no ser expulsados de los grupos, establece sujetos humanos inestables y dependientes afectivamente. Como si nuestro impulso vital dependiera y se sometiera al designo y criterio de la manada. La obsesiva compulsión de pertenencia, dificulta e impide un proceso de profundización en el que atendamos y acompañemos a nuestra soledad.

No se trata de castigar a nadie, sino más bien todo lo contrario, desde la reflexión y desde la consciencia, restaurar nuestra esencialidad para que de ese modo podamos fluir con totalidad y plenitud, pues la esencialidad humana básicamente es noble, solo que ha sido alterada y manipulada por el velo de la instrumentalización emocional, que nos ha llevado al apego posesivo y destructivo de dominación.

El ser desde la centralidad permite la fluidez vital, debido a que nuestro seguro es nuestra propia existencia arraigada en la inteligencia del conocimiento sabio que entiende, percibe y siente que somos algo más que el simple capricho del ego cultural. Ser implica liberarse de todos los artilugios sociales impuestos, y con determinación vivir la vida desde la sustancialidad necesaria y responsable del si mismo ante y con los demás. Sin instrumentalizaciones ni enredos. Vivir desde el ser implica una aceptación de la vida, gestionando y transformando todo lo que ella nos presenta y ofrece, lo cual conlleva que hemos de aceptarnos y aceptar desde la mismidad y desde las otredades. Las reglas limitantes entre humanos, carecen de sentido cuando somos conscientes de que toda existencia es digna.


Cristino José Gómez Naranjo.








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