EL AMOR EN LA POSMODERNIDAD.
En nuestra cultura, la adoración por la racionalización, junto con el excesivo individualismo y la ausencia de un profundo y serio compromiso social, ponen en entredicho las capacidades humanas relacionadas con las emociones, especialmente aquellas que se encuentran estrechamente vinculadas con la expresión del amor. Culturas muy marcadas por la racionalización, conducen a que cualquier conducta o comportamiento humano tienda a ser justificado, y ello a pesar de que sepamos que dicho proceder resulta del todo injustificable. Con este modo de actuar, lo único que conseguimos es eludir nuestra responsabilidad. Tendemos a respaldar y a justificarnos que dicha conducta fue motivada por un impulso emocional e instintivo, dejando en mal lugar a la afectividad humana, puesto que la aceptación de tal acción conlleva e implica una distorsión de la sensibilidad del ser humano.
Se duda y se instrumentaliza el amor, y no solo es que se dude de él, sino que a su vez se le explota y se abusa, y en su nombre cometemos más de una tropelía. Nos convertimos en perfectos dictadores afectivos, bajo la arrogancia e ignorancia, despreciando y rechazando la profunda capacidad de sentir y de conmocionarnos, y tras una capa de romanticismo procuramos dominar y controlar al resto de humanos. Convertimos el daño en bien, y la preocupación en control, pero se nos va de las manos el amor porque aquello que llamamos amor, no es más que manipulación y control.
Dejamos en mal lugar a las emociones porque nuestros esfuerzos e intentos por justificarnos, además de distorsionar la experiencia, conlleva a su vez un autoengaño, que nos lleva a permanecer tranquilos dentro de nuestra zona de confort. Zona de confort conocida como “queda bien”. De modo que tendemos a permanecer y crear contextos sociales, irreverentes, falsos, triviales y banales. Bajo una capa de romanticismo, nuestro amor se devalúa, convirtiéndose en una pusilanimidad, revestida de grandilocuencia sin apenas contenido, y carente de un profundo sentido de compromiso.
El contorsionismo social y público que ejercemos y desarrollamos, establece unos parámetros socioafectivos estructurados bajo el maniqueísmo. Maniqueísmo que no posibilita y mucho menos facilita, la expresión cordial y afable del amor. Antes bien, éste suele ser revestido con la idílica parafernalia del paraíso del Edén, en el cual la consciencia amorosa, se encontraba sometida a la voluntad divina. Paraíso en el que tanto nuestro amor, así como nuestros afectos no nos pertenecían. Nada noble podía surgir de nuestros corazones, salvo que la voluntad divina intermediase, y en el caso contrario si lo instintivo nos dominaba, se debía a la posesión demoníaca en la que habíamos entrado. Bien, por un motivo o por el otro, algo o alguien se apropiaba de nosotros. Enajenados de nuestros Yoes, pocas o nulas opciones nos quedaban para que esa conexión interna elevara nuestras conciencias más allá de lo que se entendía por el bien y por el mal. Con el maniqueísmo, nos hicieron creer, que o bien éramos ángeles, o bien demonios, pero nunca humanos. O al menos humanos conscientes y protagonistas de nuestro vivir y consecuentemente de nuestra convivencia relacional.
Visto de este modo, ¿que podría hacer un humano, si sus propias emociones no le pertenecen ya que se encuentran bajo el control divino?, la salida suele ser un maniqueísmo en el que la divinidad es buena y bondadosa y nosotros somos malos, pasionales e instintivos. Dicho maniqueísmo, nos ha llevado a cierto grado de inmadurez emocional. De modo que por instantes somos adultos inmaduros e infantilizados que desconocemos nuestros estados psíquicos y emocionales. Sin maduración afectiva y con demasiados años en nuestros cuerpos, vamos adquiriendo el hábito de externalizar y exteriorizar nuestros afectos, sin apenas ser consciente de ello. Externalizar emocionalmente, ni es bueno ni malo, mientras seamos responsables. No obstante la inmadurez emocional, se caracteriza por la irresponsabilidad y la tendencia a culpar a otros de nuestros estados afectivos. No asumimos nuestras emociones y por lo tanto esperamos y buscamos que otros nos hagan felices cumpliendo con nuestros infantiles deseos. Nuestras expectativas, las descargamos y proyectamos en otros humanos. Humanos a los que idealizamos para verlos y contemplarlos a través de nuestros ojos. Descubrimos al otro desde nosotros mismos, sin alteridad, sin delicadeza, sin ponernos en su piel, sin considerarlo. El otro, no es el otro, simplemente es una proyección de mis deseos y de mis necesidades. Más allá de mi, no hay nadie, desde mi egotismo considero al otro. Otro y otros que instrumentalizo desde mis necesidades emocionales enclaustradas. Desde mi inmadurez afectiva, fuerzo, obligo y coacciono a los humanos que me acompañan en el sendero de la vida. Muchos somos como aquel padre, que se esfuerza por retener a su hijo para no verse ni sentirse solo. A sabiendas de que mi hijo no me pertenece y que tiene que experimentar y sentir la vida por si mismo, lo retengo y le obstruyo su proceso personal por medio de trampas emocionales que le hagan sentirse culpable de mi soledad.
El ego como parte constitutiva del yo, en nosotros los humanos tiende a ir elaborándose a través de dos vías: una primaria y familiar. Mediante la psicohistoria, y al menos durante los primeros septenios de nuestra vida, en las relaciones con nuestros padres y demás miembros del sistema familiar. El contenido histórico familiar suele encontrarse plagado de “secretos familiares”, que para cada integrante del sistema, suelen ser vividos con horror y con vergüenza. Secretos que inciden y afectan a cada sujeto de la familia. Las familias se edifican, sobre lo no hablado pero si experimentado, es decir sobre el enigma y la confidencia. Bajo el tabú, las familias crecen y se desarrollan, actuando y gestionando como si no hubiese sucedido y afectado a sus vidas las experiencias traumáticas. Tanto la cantidad como el peso de los secretos alcanza unos límites que el propio ambiente familiar tiende a ser irrespirable. Dentro de este ambiente contaminado, lo esencial y fundamental suele ser negado por cada uno los miembros de la familia, por lo que tanto el inconsciente individual, así como el colectivo familiar, permanecen bloqueados y centrados en lo atávico. Todo un pliego de proyecciones, negaciones y distorsiones, serán desarrollados con tal de que lo atávico no salga a la luz.
Los secretos familiares, generalmente guardan relación con injusticias ocasionadas a algún miembro de la familia. Tales inmoralidades, en su momento debieron de ser reparadas, pero el sistema hizo todo lo contrario, las ocultó por medio del secreto, sin ofrecer al sujeto menospreciado posibilidad reparadora del agravio contra él realizado. Generalmente, el sujeto, o bien era expulsado (excluido) de sistema familiar, o bien no era reconocido en su mismidad (ninguneado). La violencia, un hijo secreto, la infidelidad, el asesinato, el alcoholismo etc, suelen ser secretos que bloquean al sistema familiar, porque tales actos de injusticias han de ser reconocidos y por lo tanto reparados, de lo contrario y en las futuras generaciones, miembros de ese clan familiar serán vulnerables y propensos a recibir las injusticias del resto de los miembros familiares. Aquí no media la voluntad cognitiva, puesto que el proceso de racionalizar conduce a negar las experiencias, idealizarlas, justificarlas y ocultarlas. Solo atravesando la herida, es decir admitiendo y aceptando el dolor efectuado, la unidad familiar puede reencontrar el equilibrio del amor. El resto son parches que ni curan y ni sanan, debido a que el agravio y la injusticia permanecen. Únicamente la reparación y el reconocimiento regeneran.
Los secretos, no solucionan, sino que más bien perpetúan el problema a través de la instrumentalización del amor. El amor en sistemas traumatizados, no equilibra, más bien todo lo contrario, puesto que dicho afecto es el efecto del trauma, y el trauma es la consecuencia de las vejaciones. Un amor traumático es como una especia de amor embrujado y controlado por lo atávico. Es un amor desde el miedo que corrompe el mismo acto de amar, pues éste se encuentra vinculado al horror y al miedo.
La otra vía constitutiva y formativa del ego, tiende a producirse por medio del estado, que incide y afecta a las sociedades a través de los procesos educativos. El estado con su noción de productividad y de consumo ha desplazado y sustituido las emociones por una cosmovisión neoliberal capitalista en la que el humano es instrumentalizado y objetivado de modo que se le trata y se le considera como un objeto más dentro del mercado de producción y consumo. En este contexto, hasta los sentimientos y emociones suelen cotizar en bolsa. El amor se evapora y tiende a ser objeto de transacción (prostituido), que varía y oscila según los intereses del mercado. El humano es desnudado de su naturaleza amorosa para entrar en la compulsiva carrera de la productividad y del consumismo. El estado nos ajusta a través del reloj del capitalismo.
Se nos ha retirado y quitado el derecho a la ternura y al amor por medio de un analfabetismo afectivo, y se nos ha introducido en una economía de guerra bajo la cual somos despiadados los unos con los otros. Devoramos y somos devorados por la energía productora y consumista que el estado nos inocula. Hemos sidos despojados de la ternura emocionante del compartir en las convergentes otredades del amor, la entrega y la aceptación. La responsabilidad del amor incondicional ha sido bloqueada en nuestras almas, fabricando un cuño romántico carente de sentido, bajo el cual entramos en la espiral de la adicción y de la psicodependencia que nos destruye humanamente, y bajo esa creencia permanecemos atrapados en el mito romántico de la “media naranja”, o en el otro de que “la familia es lo primero”.
El amor de la posmodernidad, cuenta con una cierta tendencia hacia la instrumentalización, la celebración, el consumo, la banalidad y la superficialidad, ejemplos de ello son: el día de los enamorados con su mito de San Valentín, el día del padre y San José, el día de la madre y la medalla al amor, etc. Todo un conjunto de muestras sociales, exentas de un compromiso profundo y sentido hacia el amor y hacia los otros. Amar no es solo celebrar y festejar, sino a su vez tener y mantener una coherencia y actitud para con los otros.
Cristino José Gómez Naranjo.
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