FORMATOS DE VIOLENCIA.





A los humanos, la violencia jamás nos resulta extraña y ajena, más bien al contrario, suele ser el recurso y el medio hacia el cual tenemos cierta inclinación, sobre todo cuando nuestras expectativas como humanos no se ven cumplidas y por lo tanto realizadas.

La violencia es uno de los procedimientos que tendemos a emplear posiblemente más de lo debido, sobre todo cuando nuestras experiencias vitales tienden al fracaso. Bajo cualquier pretexto recurrimos a diversas formas de violencia con tal de lograr nuestros objetivos. Con suma facilidad hacemos uso de ella. No es preciso, que nada ni nadie nos estimule, nosotros mismos nos predisponemos a ser violentos. Educados en contextos en los que se tiende a banalizar el mal, suele ser normal que la violencia se justifique y se racionalice. Más allá del bien y del mal, realizamos un gran esfuerzo por justificar nuestros acciones violentas. Acoplados y adaptados a contextos culturales ambivalentes en los que la violencia suele tener más que una aceptable acogida, desarrollamos habilidades extremas en las que la violencia suele ser la estrella principal. La violencia suele ser una protagonista que los humanos justificamos en demasía.

Siendo la violencia inherente al ser humano, ésta a su vez se nos presenta en una doble modalidad en los humanos: Primaria-intima, que suele ser todo aquel tipo de violencia que ocurre y transcurre en el sistema familiar, y secundaria, que es aquella violencia que es ejercida en el resto de sistemas sociales, tales como el educativo, jurídico laboral, estatal, etc, es decir la conocida como violencia institucional o del estado.

La violencia es una modalidad relacional en la que el dominante o dominantes, por medio de la fuerza y el poder tratan de someter a los demás para que cumplan y realicen los deseos y la voluntad de los preponderantes. Por lo tanto la violencia niega y rechaza la alteridad. En la transacción violenta, solo impera el punto de vista del maltratador, ya que éste solo admite, contempla y acepta su cosmovisión del mundo y de la mundanidad. El otro como mismidad única, concreta y específica no existe, o bien el maltratador no lo acepta como diferente. Por lo que el otro para poder ser y por lo tanto desarrollar y expresar su otredad, debe renunciar a sí mismo en pos de de la cosmogonía que le ofrece y presenta el represor, pues de lo contrario el maltratador lo violentará hasta el punto de que se conforme a las expectativas por él exigidas y demandadas.

Los violentos, tienden a no aceptar la diversidad y las diferencias entre personas. Las temen y por ello hacen uso de la violencia para vivir en una realidad emocional plana e impuesta por ellos. El psiquismo del violento suele ser un plano o dimensión al cual le resulta inaceptable la convivencia, entendida ésta como un intercambio entre iguales, y por ello impone su terror para que el otro u otros se plieguen a sus deseos y necesidades. Para el violento, los otros adquieren sentido y valor en la medida de que le son útiles desde la servidumbre y por lo tanto se mantienen sometidos. Satisfacen mis deseos de poder omnipotente. Por eso la violencia suele ser aceptada y tolerada socialmente.

El amor del violento se reduce y por lo tanto consiste en infligir sufrimiento y dolor a aquellos a los que dice que ama. Entienden y conciben el cariño como dominación. Amar y poseer para ellos tiene el mismo significado y valor. Su esmerada preocupación por el otro, no es más que control para que éste cumpla con el plan que él le tiene preestablecido. El amor del maltratador es una especie de canibalismo, en el cual el otro desaparece y deja de existir para y por sí mismo, convirtiéndose de ese modo en una especie de catalizador a través del cual todos los demonios del violento adquieren manifestación y expresión. La violencia, es la cruz del tirano que se manifiesta en el sufrimiento de sus victimas.

Los abusadores solo tienen un único plan que se reduce y limita a extraer toda la energía psíquica y emocional de sus victimas. Para poder lograrlo, desarrollan toda una serie de estrategias implementadas en un programa cuyo propósito es aislar a sus victimas del contexto y espacio social en el que se desenvuelven con el fin de que éstas dependan exclusivamente de él. Convierten a sus victimas en islas incomunicadas y aisladas socialmente. En ese contexto de soledad es en el que las victimas se van quebrando y diluyendo. Su dependencia del violento es tal que tiende a creerse todo lo que éste describa acerca de su personalidad. Se establece una relación asimétrica y de dependencia. El violento ejerce un proceso de despersonalización sobre sus victimas.

El poder del violento reside en la humillación que ejerce sobre sus victimas para así poder sentirse grande y poderoso. El sufrimiento ejercido a través de su poder, lo alimenta y lo sostiene pues su psiquismo se ha ido elaborando, construyendo y estructurando en experiencias vitales de su pasado que han sido mediatizadas por la sumisión y la fuerza. De algún modo el violentador en su pasado fue violentado. Por ello concibe y siente que tantos los sentimientos como la expresión afectiva de los mismos se realiza por medio del ejercicio de la violencia. Para ellos “amar es poder”, no quieren que nadie les cuestione dicha estructura y por ello recurren a la violencia, cuando sospechan que puede darse la subjetividad, especificidad y mismidad en sus relaciones. Desean el consenso por ellos impuestos, y a la fuerza lo imponen a los demás. La vida del violento, se reduce y limita a coaccionar y violentar a sus allegados, para así calmarse a sí mismo. Se impone a la fuerza y por el ejercicio de la violencia, ya que su gran temor es el de disolverse y perderse en un hábitat relacional. Sabedor y conocedor del miedo engendrado por la violencia lo emplea en sus relaciones para que los otros sientan dicho miedo y no discrepen de su cosmovisión.

Si entendemos la violencia como un modo de relación entre humanos, ésta, al menos en los sistemas primarios (familia) es realizada por personas conocidas con las que la victimas sostienen vínculos. El impacto emocional de la violencia acaecida en los sistemas familiares suele ser determinante y traumática pues los lazos afectivos entre los miembros de la unidad familiar son esenciales, claves y determinantes. La violencia en el ámbito familiar, su impacto en los miembros es doblemente traumática, ya que el ejercicio de la violencia quiebra y rompe las funciones elementales de cualquier sistema familiar: apoyo y sostén afectivo, y protección a sus integrantes. La vulnerabilidad afectiva queda seriamente afectada en la unidad familiar. Transformándose el nicho de acogida en un infierno en el que la violencia consume a sus miembros. Infierno en el que resulta difícil la cohabitación puesto que la degradación humana ejercida por la violencia conduce a un proceso de deshumanización en el cual los sujetos humanos no son más que sombras de sí mismo.

El amor es roto y quebrado por la violencia, la cual enciende la hoguera del desamor a través del terror y el miedo. Pues crecer en el recelo y en la desconfianza, crea humanos predispuestos al ejercicio de la tiranía. Encriptada en nuestros cuerpos, desde los sistemas primarios, la violencia buscará sus cauces para de ese modo poder expresarse. Alterada la esencialidad humana por el ejercicio de la violencia, ésta permanece en un bloqueo de índole traumática que solo podrá ser desbloqueada cuando podamos liberarnos del poder del tirano. Dicha liberalización es posible, pero exige y requiere un enorme esfuerzo personal que nos conducirá a un punto de inflexión en el cual romperemos con el sentido de victimas, para ejercitar con profunda responsabilidad el proyecto de nuestras vidas, sin la presencia de la violencia y de los violentos.

Se podría decir que el sistema familiar, no resulta ser tan garante de la protección y del cuidado emocional de sus miembros. Los datos y las experiencias indican que más de la mitad de la violencia suele desarrollarse en el medio familiar. Desde el maltrato psicológico, la indiferencia, la violencia verbal, maltrato físico, el incesto, violencia de género, etc, prescrito en el código de reglas familiares abundan más de lo deseable. No obstante se da cierta tendencia social, bien a negar o bien a ocultar la violencia en el contexto y en el espacio familiar. Es obvio que el proceso ideológico, impuesto por la cultura dominante sobre la familia, tiende a desviarse de la realidad. Es solo un deseo y no una realidad.

Persiste el mito social que describe a la familia como algo intimo, privado y seguro, mito que por lo cierto es falso. Aquí, la violencia se ejerce contra personas con las que el abusador se encuentra vinculado. De hecho esa confianza y ese vínculo es el que utilizan los vejadores en el contexto familiar para imponer su criterio y cosmovisión desde una postura de fuerza y poder. Aquí, la familia cuenta con un solo director de orquesta que impone y decide qué partitura se desarrollará, evidentemente se bailará al son del agresor. Usa y abusa de su rol sociofamiliar para ejercer y aplicar la violencia y el terror. Conocedor de su propio rol social y de como éste es considerado en el contexto social, desarrollará un doble código de reglas: un código privado, intimo y familiar inmerso en la violencia, y otro público y externo en el que su imagen es de plena competencia. El perpetrador, cuenta con dos caras o mascaras, una dentro del espacio intimo y familiar y otra pública y social. Ambas son incompatibles, y solo una de ellas es la verdadera y por lo tanto su autentica naturaleza.

La violencia institucional, tiende a ser ejercida por el estado en sus diversos y variados organismos. El estado como órgano central y fundamental, ya en su origen y nacimiento fue la consecuencia y el resultado de las guerras y de la violencia que lo ayudaron a establecerse como “estado-nación”. La estructura estatal, tanto en su organización como en sus administraciones, desde la local, provincial, autonómica, etc, y en sus diversas instancias, educativas, sanitarias, económicas, jurídicas, etc, ha desarrollado un pleno ejercicio de poder. Unificando y homogeneizando con la mágica llave maestra de la unidad y de la identificación de destino, nos ha forzado a ir en la dirección que los creadores del propio estado han deseado. Todo ha girado en torno a un decálogo ideológico, elaborado bajo una estructura sugestiva y atrayente con la que la masa social termina por identificarse.

La variabilidad de violencia ejercida por los estados es casi ilimitada, tanta como el poder que éstos concentran en unos pocos (poder político). Desde la educación hasta la sanidad, se encuentra controlado y regulado por el poder legislativo que suele ser una ramificación de los poderes que concentran los estados. Se estructura toda una cosmovisión narrativa sobre la unidad de la nación-estado, en la que el poder se concentra y se ejercita por unos pocos (élite). Creándose tal asimetría de poder entre el estado y los ciudadanos que ésta resulta insultante, violenta, humillante, ultrajante y salvaje para los moradores de esos estados.

Donde ha quedado notoriamente claro el ejercicio de la violencia del estado, ha sido en el ámbito de la economía. Con el nacimiento de los “capitales transnacionales”, los monopolios y la constitución de los paraísos fiscales, la realidad económica ha dado un giro hacia la violencia a través de la desigualdad entre humanos. La creación y el establecimiento de los oligopolios, junto con los paraísos fiscales, han generado un tipo de violencia que lleva el marcado rostro de la pobreza (aporofobia). La tibia legislación de los estados, ha permitido a la vez que ha facilitado toda una ingeniería económica con la cual los ricos se han hecho mucho más ricos, a base de quitarle a los pobres lo poco que les quedaba. La creación de monopolios, así como la globalización económica, conlleva e implica que los pobres sean mucho más pobres, debido a que el dinero y capital que tales monopolios absorbe es a costa del recorte presupuestario en educación pública, sanidad y servicios sociales; medios, recursos y posibilidades con las que los pobres podrían salir de la pobreza, o al menos aliviar su situación.

Hace tiempo, que tanto en la macroeconomía como en la microeconomía las cartas se encuentran marcadas y que nada en el espacio económico es neutro. El juego favorece a los ricos y a la élite, porque de algún modo el servicio económico se encuentra predeterminado con cartas marcadas por los ricos. Y en ese juego, los gobiernos tienden a favorecer indudablemente a los ricos.

Tanto, la violencia primaria como la secundaria (institucional), parten de un principio elemental y básico y es que la “Alteridad” de los otros, tiende a convertirse en una necesidad proyectiva del violento. Para el agresivo el otro es un escenario en el cual él representa su verdadera y auténtica obra, que es el ejercicio de la violencia y del poder, por lo que la autoafirmación del otro, al menos para él carece de sentido, y por lo tanto tiene que quebrar y someter dicha otredad. Los humanos para el abusador son piezas que el coloca a su capricho y voluntad, y para ello precisa doblegar la voluntad de los otros. No importa los medios, pero los otros tienen que ser doblegados y sometidos.

A su vez, tanto la violencia primaria como la secundaria para lograr sus objetivos, provocan en el resto de humanos una emoción profunda y evocadora que es conocida como “Miedo”. Por medio del miedo es como los tiranos, contienen y dominan a los sujetos humanos. Tras la tortura, guerras, campos de concentración de inmigrantes (CIES), autoridad paterna, leyes, normas, etc, se oculta la angustia de muerte del sujeto humano. Aquel ciudadano que no se ajuste a lo normativizado y regularizado, tiende a colgar sobre su cabeza como una especie de espada de Damocles, pues el estado lo señalará como un disidente. Por ello la violencia y los violentos en su diversidad hacen uso del terror y del miedo para que la angustia de muerte se encuentre siempre presente en sus victimas, de modo consciente o inconsciente. Todo esfuerzo elitista, va encaminado a que la “angustia de muerte”, permanezca y cohabite entre y con nosotros.

Entre vivir y cómo vivir, hay una gran diferencia, que implica una transformación del sentido de vivir. Los violentos lo saben y por ello se esfuerzan en que todo permanezca igual aunque para ello tengan que cambiar la fachada. Hacer que se cambia, para que todo permanezca igual. Es decir controlados y sometidos.

Las cadenas del miedo tienden a ser pesadas y difíciles de poder llevar, pero aún resulta más pesado y duro llevar dichas cadenas inconscientemente, pues siendo así las opciones humanas de transformación y humanización se minimizan a la vez que se reducen.


Cristino José Gómez Naranjo.





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