SENCILLAMENTE, SER.
Es indudable que la vida con toda su fuerza e impulso, nos ha encaminado hacia un cierto grado de complejidad evolutiva en el cual, tanto nuestras mentes, así como sus propios procesos mentales, han entrado en cierto estado de duda y de asombro en el cual aún permanecemos. Durante este periódo, hasta hemos logrado convertir nuestra propia existencia, en un calvario y en una penuria, motivada y anticiàda por un estrés, que nosotros mismo hemos generado y por lo tanto creado y establecido. Desde mediados del siglo XX, con el urgente surgimiento del antropoceno y del capitaloceno, hemos dado un giro tanto cuantitativo como cualitativo a nuestra existencia, y a la del planeta en su totalidad. Somos como el ángel de la muerte, que acorta la vida y enfervorizamos la muerte. Nuestra insaciabilidad, nos conduce a devorar todo aquello que nos encontramos en nuestro camino. Nuestro agónico ego, ha entrado en un estado de irascibilidad, bajo el cual poco o nada nos importan y nos interesan los otros, salvo para mantener y conservar dicho estado de irritabilidad. Es como si la angustia vital, establecida por nuestra propia insensibilidad e indiferencia, nos transportara a una realidad virtual y cruenta, que no deja de ser delirante. Nuestro desatinado modus vivendi, ha incorporado una especie de exterminador, que ha programado nuestras conductas para realizar el mal. Nos hemos convertido en seres razonablemente irracionales, de modo y forma que, estamos absolutamente convencidos, que lo que estamos haciendo con el planeta, es lo único posíble que podemos hacer. Contando con la opción de realizar el bien, estamos haciendo el mal. La deriva irascible que hemos decido escoger, puede terminar con el planeta.
Siendo como hemos sido, seres tribales con un cierto sentido espiritual, que hemos logrado alcanzar con un cierto grado de conformidad imititativa dentro del clan, a su vez hemos convertido el paraíso en un desolado desierto desafectivo, en el que impera la barbarie de la explotación y del esclavismo capitalista que deja al hombre sin esperanzas, para el logro de una vida orientada y guiada por la dignidad. El efecto acumulativo de la rentabilidad y de la productividad ha saturado nuestras vidas, colmándolas del anhelo y de la codicia, con la que nos henchimos de un desgarrado sentido apropiativo, en el que los poros de la afectividad y de la sensibilización hacia los otros, permanecen sin opciones para transpirar humanidad y reciprocidad. El estrés instrumental de la avaricia, reduce a la vez que casi elimina nuestro sentido de otredad. Tratamos a los otros desde un contexto y desde un espacio de deshumanización, en el que nuestro sentimiento compasivo desaparece. La cálida y compasiva mirada, se evapora de nuestros ojos para contemplar a los otros con la avidez y la agononía que nos embarga.
Deshecho nuestros corazones y quebradas nuestras emociones y sentimientos, nos refugiamos inconscientemente en nuestros compañeros de viaje, depositando en ellos las esperanzas y las ilusiones de que puedan ayudarnos a reestablecer nuestros corazones heridos. Nuestra avidez, ansiedad y estrés, se han convertido en un mecanismo de defensa inútil e ineficaz. Llevamos una acelerada vida con la cual tratamos de evitar, a la vez que de esquivar la conexión y el contacto con nuestros corazones. Nos da terror y pavor desarrollar la capacidad de sentir y sentirnos, y por ello aceleramos nuestros pasos con tal de no escuchar el latido de nuestras emociones.
Nuestra angustia vital y el nudo gordiano de nuestra existencia, consiste en las resistencias que les ponemos a nuestras emociones, de modo que casi nos inapacitamos para sentirnos y sensibilizarnos con nuestros corazones. No queremos y además evitamos ver, atender y escuchar a nuestro corazón. Queremos y nos esforzamos por permanecer en el marco de las distorsiones emocionales que hemos elaborado, creado e inventado. En el espacio y en el encuentro afectivo, buscamos y caminamos hacia la mentira, alejándonos y tomando distancia de lo que realmente siente nuestro corazón. Somos un fraude emocional.
Vivimos en la constante y permanente decepción, porque precísamente somos los diseñadores y ejecutores de dicha farsa. Nos resistimos a madurar y a crecer afectivamente, porque el hecho de asumir dicha responsabilidad, implica a la vez que supone un esfuerzo y un intento para atravesar nuestra herida y nuestro sufrimiento. Nos asusta asumir la responsabilidad de nuestras emociones y por ello desplazamos nuestra emocionabilidad hacia otros, culpándolos de nuestra infelicidad. No buscamos la reciprocidad afectiva, más bien exigimos y demandamos cuidados y atención, encandenando nuestros corazones a las mazmorras del oscuro inconsciente. Sufrimos y hacemos sufrir. Creamos ilusiones irreales por medio de las cuales, evitamos y esquivamos la sensibilidad y los requerimientos de nuestros corazones. En definitiva, huimos de nosotros mismos, y por ello le demandamos y exigimos a los otros, lo que nosotros no somos capaces ni de ofrecer, ni de dar.
Vivimos en la queja permanente, y en la autocompación de la autocodescendencia. Subsistimos permanentemente en la revictimización y en la irreverencia de no observarnos interiormente. Anestesiamos nuestra fuerza vital con el cieno de la indiferencia, para de ese modo poder pasar por la vida con cierta actitud egoica y destructiva. La trastienda de nuestras vanidades, se encuentra repleta de objetos fútiles y superfluos, mientras desde lo más profundo y noble de nuestros corazones brota un llanto de dolor y sufrimiento. Con los barrotes de la estupidez y de la soberbia, hemos encerrado a nuestro corazón. Aislados y anonadados por un estruendoso y ensordecedor ruído, vivímos la mísera soledad de los aduladores con los que hemos decidido realizar parte del sendero de la vida. Una vida a la que le hemos negado su autentico y verdadero sentido y significado, para así poder mantenernos en las distorsiones afectivas que hemos ido elaborando a lo largo de nuestras vidas. Somos adictos a nuestros propios cuentos y elocubraciones, pues de ellos depende nuestra existencia. Con un gran desdén, oprimimos y coaccionamos el sentir de nuestros corazones, y por ello vivimos y permanecemos en un estado crónico de irascibilidad.
Constantemente, culpamos a los demás de nuestros estados psíquicos y afectivos. Por instantes, hasta somos más inmaduros que los propios infantes, pues ellos desean y buscan el reconocimiento y la aceptación porque le es propio a su estado evolutivo. Nosotros, en cambio exigimos dicho amor porque nos encontramos y nos sentimos desesperados, debido a la ausencia de dicho amor en nuestras vidas. Realizamos un pacto diabólico con la verdad experiencial de nuestras vidas para de ese modo poder sostener la falacia emocional en la que vivimos nuestro pasado y nuestro presente. Careciendo, o mejor dicho creciendo sin la presencia del amor, exigimos que éste se nos brinde en el resto de experiencias humanas. Nuestras almas, crecen y se desarrollan en la ausencia de afectividad, y por ello enferman a la vez que compulsiva y obsesívamente buscan el amor.
La busqueda inconsciente del amor, suele ser el drama y la trama de nosotros los humanos. Nacidos, criados y desarrollados en sistemas familiares y sociales lastrados, en los que las opciones del amor, suelen ser mínimas por no decir nulas. Sistemas en los que impera la instrumentalización, y en los que el obedecer se confunde con el amar, es imposíble que aparezca la bondad amorosa de la entrega. Solo se establece el mercadeo, chantaje emocional y ruptura, tanto del alma como del corazón. En tales espacios humanos, la posibilidad del sentir, se transforma en un rencoroso odio que la narrativa humana procura distorsionar con el recurso de la ambivalencia y la transferencia proyectiva a los roles míticos creados. En las figuras del padre, de la madre, del sacerdote, del lider, del jefe del estado, es donde la cultura procura establecer, crear e imponer, y para ello precisa distorsionar nuestras necesidades y deseos tribales en pro de los arquetipos por ella elaborados. Nos identificamos dentro de los endogrupos, a través de la basura cultural que la sociedad nos imparte. Se quiebran, tanto el alma como el corazón a través del proceso de domesticación. La sociedad, evita a la vez que esquiva a los sujetos críticos y reflexivos, y para lograrlo, nos suministra toda una serie de banalidades, cuyo único objetivo es el de mantenernos en un estado de inconsciencia, y por lo tanto de sometimiento y de dominación.
Viviendo en la selva humana de la indiferencia establecida, por los sutilmente elegidos y designados, somos como una especie de títeres que nos movemos inconscientemente bajo el velo de la ignorancia, que nos conduce a realizar conductas ofensivas para con nuestros semejantes, y para con el resto de organismos con los que compartímos la tierra. El despotismo de nuestro desconocimiento, nos lleva a mantener una actitud arrogante e irreverente. Actuamos y nos encontramos por encima del bien y del mal, y poco o nada nos importa que dicho mal lo estemos infligiendo nosotros. Es tal nuestro grado de distocia social, que hasta llegamos a creernos que somos como dioses en un paraiso terrenal, el cual tenemos derecho a gobernar como nos apetezca.
Sencillamente ser, fuera del miserable espacio egoico, que hemos creado y establecido. Es posible otra realidad humana fuera del capitalismo y de lo que éste conlleva; la reflexión dice que sí es posible. Por qué nos acomodamos al frío y deshumanizado espiritu burgués: quizás nos acomodamos, por que nos da miedo a vivir desde nuestra centralidad. La vida, es un acto de plena responsabilidad, y quizás tememos ejercer dicha responsabilidad.
El amparo del antifaz que nos hemos puesto, apenas si ya nos resulta de utilidad, puesto que con él, tanto destruimos el planeta como a nosotros mismos. La insustancial existencia que estamos llevando, concluye con la agónica muerte de nuestras almas, si seguimos por este camino. Simplemente el “ser”, y su libre manifestación, puede ayudarnos a liberarnos de los agravios y del menoscabo con el que actuamos y por lo tanto nos tratamos. Ser, no consiste, en humillar, vejar, dominar, manipular e instrumentalizar. Ser, es ser, y ello supone e implica una convivencia humana, desde la dignidad de la diversidad, que nos convierte a cada ser humano en único y especial. Desarrollarse y ser desde la policromia humana que ofrece y posibilita el arco iris de la naturaleza humana. Todos somos diferentemente iguales.
Cristino José Gómez Naranjo.
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